Tranco 3.- Aproximación cautelosa
a las teorías darwinistas y a la contigüidad
Lo bueno de contar estos sucedidos es que,
aunque estés muerto, en realidad no estás muerto. Estás en la contigüidad del
Cosmos; como quien dice, ahí al lado. Pero no todos los que han muerto viven en
esa contigüidad, tan sólo están aquellos a quienes la Muerte se ha llevado, por
fas o por nefas, a cucurumbillo. Yo calculo, a ojo de buen cubero, que en toda
la historia de la humanidad seremos unos tres mil quinientos catorce. Pero
todavía no ha llegado el momento de
explicar las formas de vida, el tipo de sociedad y demás cosas de envergadura
de esa contigüidad del Cosmos, y tal vez no llegue nunca. Sin embargo, daré una
pista: los físicos que hasta la presente han teorizado sobre el particular no
han dado en el clavo. Sólo nos ofrecen «palabras, palabras, palabras», lo que
decimos en claro homenaje a Guillermo Chéspir, ilustre convecino de Parapanda,
que los de la pérfida Albión se han empeñado en oscurecer sus orígenes y
desfigurar el honroso apellido. A los hechos me remito: uno de los primeros
pobladores de la ciudad fue Pero Chéspir, talabartero; en tiempos de los tres
papas de Occidente, Sancho Chéspir fue Estatuder reconocido de la ciudad; más tarde Guillermo Chéspir, bachiller,
escribió su vasta obra que asombró al mundo; y, definitivamente, todavía hoy,
don Hermógenes Chéspir regenta con mano ducha la Taberna Raíz Cuadrada
de Menos Uno, famosa por sus caldos de Cómpeta y Albondón, muy frecuentada por las alegres comadres de Parapanda. Lo que prueba que Guillermo era de natio parapandesa. Y, como es natural,
no se hable más. Pero, siendo importante todo ello, es ciertamente tangencial
en nuestra historia y en la memoria social de la ciudad.
Parapanda siempre se tuvo por una ciudad
discutidora. No se movía una hoja sin que, a continuación, sus habitantes se
enzarzaran en fatigosas polémicas y discusiones, la mayoría de las cuales
siguen sin haber conseguido un consenso macizo, si bien no pocas de ellas han
alcanzado lo que podría definirse como consenso resignado, según unos, o
consenso débil, según otros. Y hasta hubo un pejiguera que acuñó la expresión
de «consenso lo veo y no lo veo». Que le valió el apodo de Juanico
Tertiumnondatur, según la mitad de la población, y de Juanico Cagadudas, según
la otra mitad.
Famosas discusiones las hubo en torno a
problemas gramaticales: ¿era más bella la lítote o la sinécdoque? Y sobre temas
matemáticos: ¿qué teorema tiene más pregnancia, el de don José Batatero (x + n
> ny –i) o el de la identidad de Euler? Los de sombra
apostaban por Batatero y los de sol lo hacían por el viejo Euler. El primero
era albéitar, el segundo era zapatero remendón: ambos colegiados. El viejo don
Nicasio Salomó era bataterista; su señora esposa –de profesión sus
labores-- era bebía los vientos por Euler.
Pero las discusiones más celebradas fueron las que motivaron el nacimiento del llamado
sindicalismo de nuevo estilo: los de sol y sombra lo definían como un
movimiento sociopolítico; los de sombra y sol se inclinaron, con igual
entereza, por la de sindicalismo políticosocio. Vale la pena añadir que todas
esas discusiones se mantienen hoy con igual cabezonería.
Pero ni siquiera alcanzaron la testarudez en
torno a estos puntos que –se decía— eran cruciales en la identidad parapandesa:
¿por qué la Muerte
se lleva, por lo general, cucurumbillo a los de la misma familia, ya motejada
como los Cucurumbillo?
Nadie ha sabido explicar a satisfacción
el misterio. El viejo sir Charles Darwin vino en un paquebote de línea desde
Londón, dispuesto a estudiar a los Cucurumbillo como si fuéramos galápagos.
Tomó muestras de la sangre, la orina y la saliva a todos mis parientes vivos de
la época, incluidos los primos segundos por si acaso; estudió las prognosis y
se empeñó en hacer fotografías sin ropa a todos sin discriminación de sexo ni
edad, con la excusa de que ya antes había hecho lo mismo con los indios
fueguinos. Don Senén, que todavía no había tenido el tropiezo con el señor
obispo, se opuso de forma rotunda al experimento cuando se abordó el tema en la
tertulia del Avispón. Desde el corrillo del boticario lo llamaron retrógrado, y
aquel mismo domingo, resentido, hizo desde el púlpito uno de sus sermones más
sonados: “Ni evolución ni zarandajas”, fue su tema. El beaterio en peso lo
aplaudió. El círculo de don Agapito se levantó con mucha dignidad y abandonó el
templo en silencio. Don Senén saludó su marcha con un gran grito: “¡Vivan los
dogmas!”
Es que don Senén llevaba muy mal las
cosas de los protestantes, lo del libre examen y lo que decían que la Madre de Dios no era virgen.
Tampoco le entró nunca en la cabeza el sindicato de nuevo tipo, la verdad. Era
de la opinión de que lo que merecían todos los sindicalistas era cadena
perpetua. El cabo, el cabo primero, de la Guardia Civil , que
era de su cuerda, hubo de frenarlo en esa ocasión.
– Excuse don Senén – le susurró por lo
bajini –, repare en que se ha afiliado más de la mitad del pueblo. A menos que
nos amplíe los calabozos la superioridad, no tenemos espacio dentro para tanto
belitre.
Mi tío abuelo Acisclo le hizo un retrato
a lápiz muy conseguido del señor Darwin y lo vendió a la fábrica anisera del
Mono por cuarenta duros, para las etiquetas. Toda Parapanda se partía de risa
cuando aparecieron las nuevas botellas. Se doblaron en pocos meses las ventas
del licor, no para beberlo sino para exhibir al Darwin en la vitrina del salón,
porque en materia de aguardiente en el pueblo la opinión estaba volcada en
favor del Frascuelo, dulce o preferiblemente seco. Polémicas las hubo siempre a
porrillo, de todos los colores, pero en el tema de los piononos de casa Isla y
del anisado Frascuelo, en Parapanda siempre se rozó la unanimidad, podemos
decirlo con la cara muy alta.
Tranco 4.- Estratificación social
de Parapanda, con la poco divulgada bronca entre don Carlos y don Federico
Y con
la cara muy alta también se hablará a su debido tiempo de las muchas cosas
nuevas que ocurrieron más adelante, que cambiaron la faz de la ciudad
cuatriarcada, Parapanda. Ahora toca aclarar algunas cosas esenciales que nos
hizo ver El General cuando vino a
tomar las aguas. Cosas esenciales que fueron el heraldo de las novedades
parapandesas. El testimonio de doña Laura Wilhelmi es capital, porque en su
diario deja constancia de las charlas de don Federico en el Bar Mau Mau.
Por
tales apuntes sabemos que en Parapanda había una compleja estratificación (sic)
de clases. Estaban los gordos, los medianos, los medianicos y los jambríos. Por
supuesto, algo más sofisticado que los análisis binarios de don Carlos Marx, a
quien don Federico llamaba familiarmente El
Moro. Los gordos, que se contaban
con los dedos de una mano, tenían más marjales de tierra que las gotas de agua
que pasaban por las puentes del caudaloso río Dílar que la ciudad cuatriarcada
baña. Medianos y medianicos, llamados indistintamente capasmedias, eran los
comerciantes, el albéitar, el jefe de Correos, los comerciantes (incluidos los
taberneros), el maestro alarife Frasquito Espantamulos y otros de similar
condición. Y a continuación los jambríos,
el inmenso pelotón del noventa y cinco por ciento del personal. El General,
según el diario de doña Laura, ponía en terra
incognita –sin explicar por qué-- al
señor cura, don Senén, y al cabo, al cabo primero, al cabo primero de la
guardia civil. Sabemos por otras informaciones que esta estructuración (sic)
social no agradó al Moro. Don Carlos insistía, al parecer, en que todo se
reducía a los jambríos y el resto. A
punto estuvo don Federico de mandarle al Moro un telegrama con este texto:
«Para ti la perra gorda, Moro». La voz enérgica del banderillero Máiquez, de la
cuadrilla de Lagartijo Chico, impidió el desatino. «Don Federico, si a la
primera de cambio nos arrugamos, su Moro nos puede hacer un estropicio. Tenemos
que echarle cojones a la cosa, más cojones que los que puso mi tío Rafael
Molina, Lagartijo, en la plaza del Puerto de Santa María con aquel berrendo
astifino de la ganadería de Carraquiri». El telegrama que recibió Marx rezaba
escuetamente: Pues no.
Sobre todo el asunto se corrió un tupido
velo, en buena parte gracias a los desvelos de Jenny von Westphalen y a los
buenos oficios del parapandés de pro don Anselmo Lorenzo (padre), que ejerció
de moderador y hombre bueno en las tormentosas negociaciones posteriores entre
los dos gigantes del pensamiento social. Pero desde mi posición actual en la
contigüidad del Cosmos estoy en condiciones de afirmar que el Moro sacaba fuego
por las muelas. «¡Me niego terminantemente a firmar más manifiestos con ese
ingrato!», fue lo menos que dijo. Jenny le hizo ver con dulzura, primero, que
él no podía pretender llevar la razón en todo, y segundo, que la Familia es Sagrada. La
mirada de Jenny fue enigmática. Por lo que el Moro se interrogó si El General
se había ido de la lengua con lo del cierto chicoleo con la criada. A don
Carlos le costó encajar el berrinche tres días, que se pasó encerrado en su
gabinete elucubrando sobre la tasa menguante del beneficio. Quienes pagaron los
platos rotos de aquel cabreo monumental fueron finalmente Proudhon y Lassalle.
“¿Pero qué mosca le ha picado?”, se preguntaba este último después de un
furibundo artículo de Marx en la Neue Rheinische Gazette.
A fin de cuentas don Carlos admitió a
regañadientes la existencia de los medianicos, siempre y cuando don Federico
reconociera a su vez el peso negativo del lumpenproletariado en el esquema de
la lucha de clases. Engels, muy mejorado de su artritis gracias a las
salutíferas aguas parapandesas, se consideró satisfecho con la transacción, y
don Anselmo (padre) pasó a limpio, en una mesa del bar Mau Mau que hoy se
exhibe a la curiosidad del público en el Museo Antropológico Popular de
Parapanda (MAPP), el primer borrador de aquel Manifiesto Comunista, felizmente
consensuado y firmado por ambos amigos, que pronto había de conmocionar al
mundo.
No nos resistimos a señalar un dato para
bibliófilos: la primera traducción de tan famoso Manifiesto corrió a cargo de
doña Laura Wilhelmi en paralelo a la puesta en limpio del borrador en alemán a
cargo del primer Anselmo. Y otro dato añadido para
los politólogos que todavía no hayan reparado en la cuestión: en la citada
estructuración social parapandesa –gordos, medianos, medianicos y jambríos— que
inspirara el banderillero Máiquez al
General hubo de inspirarse un Gramsci, ya maduro, a la hora de formular cosas
tan sesudas como la «hegemonía» y sus islas adyacentes. Otrosí, sea paciente el
lector, todo se andará hasta llegar a la completa explicación de los misterios
que hemos dejado insinuados. Pues la cosa no tendría sentido si no dejáramos
sentada la relación de fuerzas en la ciudad cuatriarcada. Esto es, los vectores
que empujaban a la nueva Parapanda y los que intentaban frenarla. Y en todo
ello ¿qué papel tenía en todo aquello la contumaz manía de Muerte que se
empecinaba a llevarse a cucurumbillo a mi parentela, cosa de la que un servidor
tampoco se libró? Paciencia y a barajar, ya se andará esa fecunda vereda del
río Dílar que a Parapanda baña.
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