miércoles, 11 de marzo de 2015

CAPÍTULO SEGUNDO



Tranco 3.- Aproximación cautelosa a las teorías darwinistas y a la contigüidad 

Lo bueno de contar estos sucedidos es que, aunque estés muerto, en realidad no estás muerto. Estás en la contigüidad del Cosmos; como quien dice, ahí al lado. Pero no todos los que han muerto viven en esa contigüidad, tan sólo están aquellos a quienes la Muerte se ha llevado, por fas o por nefas, a cucurumbillo. Yo calculo, a ojo de buen cubero, que en toda la historia de la humanidad seremos unos tres mil quinientos catorce. Pero todavía  no ha llegado el momento de explicar las formas de vida, el tipo de sociedad y demás cosas de envergadura de esa contigüidad del Cosmos, y tal vez no llegue nunca. Sin embargo, daré una pista: los físicos que hasta la presente han teorizado sobre el particular no han dado en el clavo. Sólo nos ofrecen «palabras, palabras, palabras», lo que decimos en claro homenaje a Guillermo Chéspir, ilustre convecino de Parapanda, que los de la pérfida Albión se han empeñado en oscurecer sus orígenes y desfigurar el honroso apellido. A los hechos me remito: uno de los primeros pobladores de la ciudad fue Pero Chéspir, talabartero; en tiempos de los tres papas de Occidente, Sancho Chéspir fue Estatuder reconocido de la ciudad;  más tarde Guillermo Chéspir, bachiller, escribió su vasta obra que asombró al mundo; y, definitivamente, todavía hoy, don Hermógenes Chéspir regenta con mano ducha la Taberna Raíz Cuadrada de Menos Uno, famosa por sus caldos de Cómpeta y Albondón, muy frecuentada por las alegres comadres de Parapanda.  Lo que prueba que Guillermo era de natio parapandesa. Y, como es natural, no se hable más. Pero, siendo importante todo ello, es ciertamente tangencial en nuestra historia y en la memoria social de la ciudad.

Parapanda siempre se tuvo por una ciudad discutidora. No se movía una hoja sin que, a continuación, sus habitantes se enzarzaran en fatigosas polémicas y discusiones, la mayoría de las cuales siguen sin haber conseguido un consenso macizo, si bien no pocas de ellas han alcanzado lo que podría definirse como consenso resignado, según unos, o consenso débil, según otros. Y hasta hubo un pejiguera que acuñó la expresión de «consenso lo veo y no lo veo». Que le valió el apodo de Juanico Tertiumnondatur, según la mitad de la población, y de Juanico Cagadudas, según la otra mitad. 

Famosas discusiones las hubo en torno a problemas gramaticales: ¿era más bella la lítote o la sinécdoque? Y sobre temas matemáticos: ¿qué teorema tiene más pregnancia, el de don José Batatero (x + n > ny –i) o el de la identidad de Euler? Los de sombra apostaban por Batatero y los de sol lo hacían por el viejo Euler. El primero era albéitar, el segundo era zapatero remendón: ambos colegiados. El viejo don Nicasio Salomó era bataterista; su señora esposa –de profesión sus labores--  era bebía los vientos por Euler. Pero las discusiones más celebradas fueron las que motivaron el nacimiento del llamado sindicalismo de nuevo estilo: los de sol y sombra lo definían como un movimiento sociopolítico; los de sombra y sol se inclinaron, con igual entereza, por la de sindicalismo políticosocio. Vale la pena añadir que todas esas discusiones se mantienen hoy con igual cabezonería.

Pero ni siquiera alcanzaron la testarudez en torno a estos puntos que –se decía— eran cruciales en la identidad parapandesa: ¿por qué la Muerte se lleva, por lo general, cucurumbillo a los de la misma familia, ya motejada como los Cucurumbillo?           

Nadie ha sabido explicar a satisfacción el misterio. El viejo sir Charles Darwin vino en un paquebote de línea desde Londón, dispuesto a estudiar a los Cucurumbillo como si fuéramos galápagos. Tomó muestras de la sangre, la orina y la saliva a todos mis parientes vivos de la época, incluidos los primos segundos por si acaso; estudió las prognosis y se empeñó en hacer fotografías sin ropa a todos sin discriminación de sexo ni edad, con la excusa de que ya antes había hecho lo mismo con los indios fueguinos. Don Senén, que todavía no había tenido el tropiezo con el señor obispo, se opuso de forma rotunda al experimento cuando se abordó el tema en la tertulia del Avispón. Desde el corrillo del boticario lo llamaron retrógrado, y aquel mismo domingo, resentido, hizo desde el púlpito uno de sus sermones más sonados: “Ni evolución ni zarandajas”, fue su tema. El beaterio en peso lo aplaudió. El círculo de don Agapito se levantó con mucha dignidad y abandonó el templo en silencio. Don Senén saludó su marcha con un gran grito: “¡Vivan los dogmas!”

Es que don Senén llevaba muy mal las cosas de los protestantes, lo del libre examen y lo que decían que la Madre de Dios no era virgen. Tampoco le entró nunca en la cabeza el sindicato de nuevo tipo, la verdad. Era de la opinión de que lo que merecían todos los sindicalistas era cadena perpetua. El cabo, el cabo primero, de la Guardia Civil, que era de su cuerda, hubo de frenarlo en esa ocasión.

– Excuse don Senén – le susurró por lo bajini –, repare en que se ha afiliado más de la mitad del pueblo. A menos que nos amplíe los calabozos la superioridad, no tenemos espacio dentro para tanto belitre.

Mi tío abuelo Acisclo le hizo un retrato a lápiz muy conseguido del señor Darwin y lo vendió a la fábrica anisera del Mono por cuarenta duros, para las etiquetas. Toda Parapanda se partía de risa cuando aparecieron las nuevas botellas. Se doblaron en pocos meses las ventas del licor, no para beberlo sino para exhibir al Darwin en la vitrina del salón, porque en materia de aguardiente en el pueblo la opinión estaba volcada en favor del Frascuelo, dulce o preferiblemente seco. Polémicas las hubo siempre a porrillo, de todos los colores, pero en el tema de los piononos de casa Isla y del anisado Frascuelo, en Parapanda siempre se rozó la unanimidad, podemos decirlo con la cara muy alta.


Tranco 4.- Estratificación social de Parapanda, con la poco divulgada bronca entre don Carlos y don Federico

Y con la cara muy alta también se hablará a su debido tiempo de las muchas cosas nuevas que ocurrieron más adelante, que cambiaron la faz de la ciudad cuatriarcada, Parapanda. Ahora toca aclarar algunas cosas esenciales que nos hizo ver El General cuando vino a tomar las aguas. Cosas esenciales que fueron el heraldo de las novedades parapandesas. El testimonio de doña Laura Wilhelmi es capital, porque en su diario deja constancia de las charlas de don Federico en el Bar Mau Mau.

Por tales apuntes sabemos que en Parapanda había una compleja estratificación (sic) de clases. Estaban los gordos, los medianos, los medianicos y los jambríos. Por supuesto, algo más sofisticado que los análisis binarios de don Carlos Marx, a quien don Federico llamaba familiarmente El Moro.  Los gordos, que se contaban con los dedos de una mano, tenían más marjales de tierra que las gotas de agua que pasaban por las puentes del caudaloso río Dílar que la ciudad cuatriarcada baña. Medianos y medianicos, llamados indistintamente capasmedias, eran los comerciantes, el albéitar, el jefe de Correos, los comerciantes (incluidos los taberneros), el maestro alarife Frasquito Espantamulos y otros de similar condición.  Y a continuación los jambríos, el inmenso pelotón del noventa y cinco por ciento del personal. El General, según el diario de doña Laura, ponía en terra incognita –sin explicar por qué--  al señor cura, don Senén, y al cabo, al cabo primero, al cabo primero de la guardia civil. Sabemos por otras informaciones que esta estructuración (sic) social no agradó al Moro. Don Carlos insistía, al parecer, en que todo se reducía a los jambríos y el resto.  A punto estuvo don Federico de mandarle al Moro un telegrama con este texto: «Para ti la perra gorda, Moro». La voz enérgica del banderillero Máiquez, de la cuadrilla de Lagartijo Chico, impidió el desatino. «Don Federico, si a la primera de cambio nos arrugamos, su Moro nos puede hacer un estropicio. Tenemos que echarle cojones a la cosa, más cojones que los que puso mi tío Rafael Molina, Lagartijo, en la plaza del Puerto de Santa María con aquel berrendo astifino de la ganadería de Carraquiri». El telegrama que recibió Marx rezaba escuetamente:  Pues no.  

Sobre todo el asunto se corrió un tupido velo, en buena parte gracias a los desvelos de Jenny von Westphalen y a los buenos oficios del parapandés de pro don Anselmo Lorenzo (padre), que ejerció de moderador y hombre bueno en las tormentosas negociaciones posteriores entre los dos gigantes del pensamiento social. Pero desde mi posición actual en la contigüidad del Cosmos estoy en condiciones de afirmar que el Moro sacaba fuego por las muelas. «¡Me niego terminantemente a firmar más manifiestos con ese ingrato!», fue lo menos que dijo. Jenny le hizo ver con dulzura, primero, que él no podía pretender llevar la razón en todo, y segundo, que la Familia es Sagrada. La mirada de Jenny fue enigmática. Por lo que el Moro se interrogó si El General se había ido de la lengua con lo del cierto chicoleo con la criada. A don Carlos le costó encajar el berrinche tres días, que se pasó encerrado en su gabinete elucubrando sobre la tasa menguante del beneficio. Quienes pagaron los platos rotos de aquel cabreo monumental fueron finalmente Proudhon y Lassalle. “¿Pero qué mosca le ha picado?”, se preguntaba este último después de un furibundo artículo de Marx en la Neue Rheinische Gazette.

A fin de cuentas don Carlos admitió a regañadientes la existencia de los medianicos, siempre y cuando don Federico reconociera a su vez el peso negativo del lumpenproletariado en el esquema de la lucha de clases. Engels, muy mejorado de su artritis gracias a las salutíferas aguas parapandesas, se consideró satisfecho con la transacción, y don Anselmo (padre) pasó a limpio, en una mesa del bar Mau Mau que hoy se exhibe a la curiosidad del público en el Museo Antropológico Popular de Parapanda (MAPP), el primer borrador de aquel Manifiesto Comunista, felizmente consensuado y firmado por ambos amigos, que pronto había de conmocionar al mundo.


No nos resistimos a señalar un dato para bibliófilos: la primera traducción de tan famoso Manifiesto corrió a cargo de doña Laura Wilhelmi en paralelo a la puesta en limpio del borrador en alemán a cargo del primer Anselmo. Y otro dato añadido para los politólogos que todavía no hayan reparado en la cuestión: en la citada estructuración social parapandesa –gordos, medianos, medianicos y jambríos— que inspirara  el banderillero Máiquez al General hubo de inspirarse un Gramsci, ya maduro, a la hora de formular cosas tan sesudas como la «hegemonía» y sus islas adyacentes. Otrosí, sea paciente el lector, todo se andará hasta llegar a la completa explicación de los misterios que hemos dejado insinuados. Pues la cosa no tendría sentido si no dejáramos sentada la relación de fuerzas en la ciudad cuatriarcada. Esto es, los vectores que empujaban a la nueva Parapanda y los que intentaban frenarla. Y en todo ello ¿qué papel tenía en todo aquello la contumaz manía de Muerte que se empecinaba a llevarse a cucurumbillo a mi parentela, cosa de la que un servidor tampoco se libró? Paciencia y a barajar, ya se andará esa fecunda vereda del río Dílar que a Parapanda baña. 

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