miércoles, 4 de marzo de 2015

CAPÍTULO OCTAVO




Tranco 15.- Bondades económicas del pionono

Preciso es reconocer que Frasquito Puerto llevó con habilidad las riendas del asunto en los primeros momentos, los más amargos: cuando la fuga masiva de capitales y el corralito de las entidades bancarias que se escurrían disfrazadas de noviembre hacia paraísos tropicales más cálidos, pusieron a la sinarquía parapandesa contra las cuerdas. El presidente Puerto reformó entonces las finanzas con mano firme, atajó el pánico y creó una nueva moneda, el «finger», que pronto ganó peso en los cotarros internacionales.

Hubo en esa tesitura algunos acontecimientos que resultaron providenciales para superar la hostilidad internacional. Un ejemplo (minuciosamente detallado por el profesor Tíber en una monografía que ha devenido clásica) fue la decisión del maestro confitero Ferino Isla de abrir una sucursal en el mismo Manhattan, en la Calle 42, a dos esquinas justas de los teatros de Broadway. Sus «piusnine» (piononos, pronúnciese “paiusnain”) perforaron el bloqueo mundial con más eficacia que los submarinos de Hindenburg. En la trepidante era del jazz, los «roaring twenties», se llegaron a consumir por miles de millones, a cincuenta y cinco dólares la bandeja de veinte unidades. Las divisas frescas abarrotaban las arcas parapandesas. Varias multinacionales, Coca-Cola, Monsanto y United Brand entre ellas, se volcaron para enterrar literalmente a don Ceferino Isla en billetes verdes si les daba la fórmula del exquisito dulce, pero él resistió impávido. Ella Fitzgerald y Louis Armstrong llevaron al top musical su inspirada canción a dúo «Sweet Piusnine». Francis Scott Fitzgerald y su esposa Zelda viajaron aquel verano a Parapanda y a su vuelta contaron en exclusiva para el New York Herald las delicias de aquella «Crazy experience.» 

Parapanda se puso de moda en el mundo y el «finger», el dedo corazón emergiendo altivo de un puño cerrado, se convirtió en el símbolo más auténtico de una época loca de cambios cataclismáticos. Hasta el mismísimo Santiago Rusiñol cantó a la ciudad cuatriarcada:

Des de dalt d´eixa cinglera
veig la mar tota blava,
Santa Fe i Parapanda
i la punta de ma fava

Tranco 16.- Una constitución para Parapanda


Cambios, grandes cambios se dieron a todo meter en Parapanda, la ciudad cuatriarcada.  Alguien propuso elaborar una constitución; otro planteó que era mejor una carta de la identidad parapandesa; y hubo quien indicó que tenía más abolengo elaborar las Capitulaciones parapandesas como acto paccionado colectivamente. Frasquito Puerto, llamado de manera provisional presidente, zanjó la cuestión: «No nos pasemos de rosca, conmilitones. Mejor será que se llame Constitución. Lo tengo pensado. Un proyecto de Constitución breve. Es preciso empezar ya. Que se pongan manos a la obra: el pestiñero Ubaldo, que es hidalgo de bragueta; Juan de Dios Calero, maestro talabartero y Pepico Consecuencias,  lotero». Tras el breve discurso, un potente olor a ajo se esparció parsimoniosamente por la sala de plenos.

Los tres nominados se pusieron de inmediato al trabajo, acodados a la barra del bar Raíz cuadrada de menos uno. De los tres, Calero era el ideólogo, Pepico Consecuencias el amanuense, y el pestiñero Ubaldo tenía el encargo de vigilar las incongruencias y mediar con mesura en las polémicas. El artículo primero fue despachado después de una viva discusión que duró sobre poco más o menos dos minutos, y decía: «Aquí nadie es más que nadie.» El artículo segundo, consecuencia del anterior, quedó redactado como sigue: «Las mujeres, tampoco.» El tercero, que provocó un acalorado debate, se dejó así: «Lo cual se demuestra del modo siguiente:» Este artículo, por excepción transada entre dos de los tres redactores, finalizaba en dos puntos en lugar de un punto solo. Ubaldo emitió un voto particular en contra, argumentando que tal práctica era contraria a la seriedad que reclamaba la Carta Magna. Calero le contradijo: «Meno’ seriedá y má’ poné lo’ co’one’ cima la mesa.» Pepico abundó en el argumento: «Ahí.» Ubaldo reconoció lo justo de la propuesta, pero entonces objetó que ese tenía que ser en todo caso el artículo cuarto. Se puso la cuestión a votación, y hubo unanimidad a favor. El artículo cuarto, por consiguiente, quedó redactado como sigue: «Meno’ seriedá y má’ poné lo’ co’one’ cima la mesa.»


– ¡Un momento! – advirtió entonces Ubaldo –. ¿Y las mujeres?
– Las mujeres, ¿qué? – demandó Calero.
– Que cómo van a poné lo’ co’one’, tío.
– Pué que pongan… yo qué sé.

La dificultad se resolvió con la redacción del artículo quinto: «Las mujeres pondrán cima la mesa lo que mejor tengan por conveniente, salvado el respeto debido si en la sala hay menores de edad.»

En este punto la ponencia constitucional, fatigada por lo profundo de la discusión, decidió hacer un receso y reclamó al mozo unas rondas de vino de Albondón. El albondón tiene la virtud de aclarar las ideas, de modo que a partir de que la jarra hubo circulado por tercera vez, todo fue ya sobre ruedas. Se estableció que Parapanda no sería monarquía ni república ni dictadura ni comandita, sino una sinarquía. Todos y todas gobernarían por riguroso turno. Los gobernantes recibirían el título de manijeros. Habría un manijero primero, uno segundo, otro tercero, y así hasta quince, que se consideró un número prudente, más un suplente. Los manijeros serían elegidos con periodicidad trimestral en listas abiertas a toda la población. Ningún cargo sería prorrogable. Todos los cargos serían revocables por mayoría simple en votación a mano alzada. No habría cuotas de género para no liar la troca: al que le toque le toque, como señaló Juan de Dios Calero.

Los turnos de manija serían de ocho horas, mañana, tarde y noche, y así los siete días de la semana porque en domingo también tiene que haber quien responda. Después de cumplir con los turnos reglamentarios de las 15 manijas, cada manijero disfrutaría de un turno de descanso, motivo por el cual era necesario el suplente previsto.

– Eso está muy puesto en su punto – convino Ubaldo –, porque es sabido que el ejercicio continuado del poder corrompe.

Idearon después un sistema para que todo el mundo supiese cuál era en cada momento la posición jerárquica respectiva de los quince manijeros que tenían a su cargo el Estado. Todos los lunes a primera hora se colocaría una papela con la programación semanal de turnos de manija 1ª, manija 2ª, 3ª, etc., en un lugar destacado del tablón de anuncios de la Casa Sinárquica del Pueblo, nombre con el que se pasó a designar el antiguo Palacio Presidencial. El cargo de Tablonero de Semana se elegiría por sorteo entre todos los parapandeses inscritos en el censo, de más de 18 años cumplidos y menos de 92. A su vez, se instituyó el cargo de Rifador del Tablonero de Semana y se especificaron la forma y circunstancias de su elección, también sometida a turno riguroso entre toda la población.

Pasaron a continuación a tratar de la bandera (tabaco y oro con la raíz de menos uno bordada en el centro), el himno (Los campanilleros de la madrugá) y la divisa (el look the finger, o en abreviatura el finger a secas).
Pensaron luego qué más poner, y Pepico Consecuencias propuso el siguiente artículo: «Prohibido hacer aguas mayores y menores en la vía pública.»

– No, hombre, no, solo cosas importantes – dijeron los otros, y Pepico dijo que a él “aquello” le parecía importante.
– Lo que habría que prohibir es la banca – intervino Ubaldo. Pero ahí mostró su superior talante Juan de Dios Calero, al preguntarles si no se habían fijado en que todavía no habían prohibido nada en aquel borrador de constitución, y no era cosa de empezar a hacerlo a esas alturas. Le dieron vueltas al asunto y al final salió el siguiente redactado: «Quien se dedique al negocio de la banca en el término de la nación lo hará por su cuenta y riesgo, y no podrá contar con que del erario público se le reembolsen los desfalcos y enjuagues eventuales.»

Quedaron satisfechos con el enunciado y determinaron que no faltaba nada más, y revisaron su trabajo y este les pareció bueno. Pasaron entonces a limpio sus apuntes y los llevaron al presidente del Comité Provisional de Salvación Pública con mucha solemnidad y con algunas eses de sobra, porque el vino de Albondón tiene eso, que aclara las ideas pero enreda los pies.

– Vaya mierda de constitución habéis parido – les dijo Frasquito Puerto después de leerla –. Pero en fin, por mí que no quede, la someteremos a referéndum, para nosotros el derecho a decidir es sagrado, no como otros que lo tienen como quita y pon.


El referéndum, celebrado con todas las garantías en presencia de observadores internacionales enviados por la Sociedad de Naciones, dio un resultado a la búlgara: 99,9% de Síes, 1 abstención (Frasquito Puerto) y 2 votos en contra (Senén el Rojo y la Viuda de Máiquez, partidarios de una rigurosa dictadura del pobretariado auspiciada por el Espíritu Santo).

Las generaciones presentes y venideras deben felicitarse del nivel de unidad alcanzado tanto en la redacción del texto (que, por su brevedad, fue llamado el Textículo) como por el altísimo nivel de aquiescencia militante en las votaciones. Los redactores del textículo fueron llamados Genitores de Parapanda. Tan sólo uno --y sólo uno-- se atrevió a publicar unos folletos en contra de la sintaxis constitucional y de su dogmática jurídica. Era el rábula Jacobo Pidal, que argüía que «no contemplaba el derecho de autodeterminación de la barriada de la Parapanduela baja». Por lo que consideraba que «se había consumado la más alta traición que vieron los siglos presentes y esperan ver los venideros». El gremio de taberneros declaró, airado, que «estaban estudiando la propuesta de declarar a Pidal sujeto indeseable y no bien recibido en tascas y mesoncillos parapandeses».


Hubo quien extremosamente propuso «endiñarle» (esta fue la exacta palabra) la condición de damnatio memoriae. Juan de Dios Calero intervino una chispa ajumao:  «Vamos a dejarnos de pollas, que el agua está muy fría. Aquí no estamos en Rusia. O si no que lo diga el Tronchaiyo». El joven turinés, melenudo y gafitas, asintió y puntualizó: «Ecco, Calero, allí han hecho una revolución contra El Capital».   «No mejodas, Antoñico», se escamó Calero.  

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