Nota
aclaratoria
Delante tienes,
feroz lector, este relato tan verídico como que el Sol se pone por Parapanda.
Es la historia de dos insurgencias populares: la primera devino en derrota, la
segunda en la victoria más grande que han visto los siglos pasados, presentes y
esperan ver los venideros. Un servidor de ustedes encontró este mecanoscrito en
la alacena de casa con una nota autógrafa que, de manera imperativa, decía “con
el ruego de publicación”. Las apariencias indican, no obstante, que podría ser
cosa de Pepico Cucurumbillo, un dirigente parapandés contemporáneo de los
acontecimientos que se narran. No es esta, empero, la opinión del profesor Javier Tíber
quien documentadamente expone que «los análisis de la estética de las formas me
llevan a pensar que es cosa de Paco Pepe Rodríguez López». Por otra parte, el profesor Mateu Carayo
afirma que «Tíber podría ser el autor de este relato». En todo caso, ambos
afamados historiadores afirman que lo relatado se corresponde históricamente con
los hechos históricos de esta historia tan historiada. Que este blog irá
publicando por entregas.
Tranco 1.- Cosas de la tita Merceditas
Una hora antes de morirme estaba
completamente en forma, y de golpe y porrazo la Muerte se me llevó a
cucurumbillo. Según me dijeron es cosa de familia. A mis tatarabuelos y
bisabuelos, a mis abuelos y mis padres les pasó tres cuartos de lo mismo: en el
momento menos pensado ¡zas! se los llevaba la Muerte , también a cucurumbillo. Como es natural,
estas cosas de familia daban mucho que hablar en Parapanda. El caso que
provocó más corrillos y bullebulles – hasta la ocasión del suceso mucho más
espectacular que me había de ocurrir a mí mismo y que me dispongo a relatar en
estas cuartillas – había sido el de mi tía abuela por parte de padre doña María
de las Mercedes, soltera y meapilas por vicio más que por vocación, y conspicua
asistente a los triduos, novenas, roperos y demás sesiones pías del beaterio
local. Merceditas, como se la seguía llamando a pesar de sus ochenta y ocho
primaveras algo ajadas pero sorprendentemente bien llevadas, olía a cirio
pascual, según la docta opinión de la tertulia que reunía a las fuerzas vivas
de la inteligencia local en la trastienda del emporio comercial de don
Melquíades Avispón, donde su señora doña Gloria servía en persona a los
esclarecidos circunstantes bartolillos de crema y piononos auténticos de Santa
Fe de la Vega ,
en una bandeja de plata de ley bruñida primorosamente para la ocasión, y
dándose aires de Madama de Sevigné gracias al escaso francés aprendido a su meteórico
paso por el colegio de las monjas teresianas de la capital provincial.
– ¿’Ancor’ un bartoluá, mi
querido Agapito? – preguntaba por ejemplo al boticario, con un dengue gracioso
y un guiño de ojos irresistible para el interpelado, que se derretía por los
adentros y devoraba el bartolillo con la misma ansia febril con la que se
habría lanzado, de no mediar la figura estólida y patricia del marido y cacique
local, a mordisquear el albo escote de la patrona.
Pues bien, en estas que
Merceditas un domingo del florido mes de María, en plena misa de doce, con el
templo abarrotado de fieles y mientras el mosén se explayaba en un sermón
inspirado en el significado trascendental de la jaculatoria “Rosa mistica”, se
levantó de pronto de su reclinatorio e interpeló al celebrante con voz natural
aunque con cierta severidad en el tono:
– Menos florilegios y más
decencia, don Senén, repare en lo que habré de contestar cuando me pregunten
allá arriba por lo suyo con la viuda de Máiquez.
Señaló la beata con el dedo la
bóveda de crucería de la muy ilustre colegiata de Parapanda, que según se
afirma en un docto volumen de arqueología local escrito por el señor marqués de
Maracena, fue erigida en el mismísimo ‘Seicento’ (Joselito de Maracena jamás
contó los siglos a la española por no considerarlo de buen tono) según trazas
del Paladio traídas de contrabando al país por un ancestro tronera del propio
marqués, que después de correrse una exigente juerga con tres máscaras en el
carnaval de Venecia, se hizo con los planos gracias a un golpe de suerte con
los dados, al desplumar en un garito de los bajos fondos de Mantua a un abate
marsellés de nombre Montecristo, o tal vez Montecitorio, que en ese extremo
tenía duda el señor marqués.
Señaló, pues, Merceditas la
bóveda egregia y cayó redonda al suelo con el dedo aún apuntando a lo alto.
Cadáver. La de la guadaña la había segado de un tajo fulminante y se la había
llevado consigo a cucurumbillo. Don Senén aprovechó la coyuntura óptima para
alegar que el Todopoderoso había fulminado a la beata por sus calumnias
maliciosas, pero todo el mundo sabía ya de corrido que la Juana , viuda del
banderillero Máiquez, estaba de buena esperanza, y no por obra y gracia del
Espíritu Santo. Jacobo Máiquez, peón de confianza del diestro sevillano Lagartijo
Chico, había muerto el año anterior de resultas de la cornada que le infligió
el toro Juguetón, un pablorromero que dio en canal 732 kilos, en el coso de la Maestranza de Sevilla,
cuando intentaba colocar al morlaco un par de rehiletes al quiebro. El percance
afligió tanto al maestro Lagartijo que le provocó una espantá monumental, de
modo que el marrajo hubo de ser devuelto a los corrales después de los tres
avisos reglamentarios. Y desde aquella fecha marcada con un crespón negro en la
historia de la tauromaquia, don Senén se había preocupado de prodigar con
insistente esmero su poderoso auxilio espiritual a la desconsolada.
Lo repentino del fallecimiento de
Merceditas dio para muchas hablillas no solo en la misma Parapanda sino en toda
la Vega , e
incluso provocó que el señor obispo interviniera y enviara a la diócesis a un
nuevo párroco, pálido, gafoso, de voz atiplada y melindres de gato faldero,
poco propicio a los goces ocultos bajo los faldones de las mesas camilla de las
salas de recibir de las casonas blasonadas de la Alameda de Parapanda. Y
don Senén, por su parte, fue castigado a dar clases de latín y de teología en
el seminario conciliar, famoso por las penitencias y los ayunos prolongados más
allá del cumplimiento estricto del deber que, debido a la falta de presupuesto,
enflaquecían las carnes así de los profesores como de los catecúmenos, que
venían a ser los retoños menos avispados de los cabreros de las tierras de
secano de las serranías circundantes.
Huelga
decir que también a doña Merceditas se la llevó Muerte a cucurumbillo, y no
hace falta decir que el día antes estaba tan de buen ver que se metió entre
pecho y espalda media docenica de piononos con sus correspondientes copitas de
anís Frascuelo (eso sí, dulce) mientras ojeaba parsimoniosamente la última
novela de don Rafael Pérez y Pérez, el genio de Cuatretondeta.
Tranco 2.- La memoria social de Parapanda y el cuadernillo de
Neper
Debe
quedar contundentemente claro que si referimos estos pormenores no es por darle
un tono comercialmente amarillo a este relato tan verídico como substancioso.
Se hace porque lo exige lo que el boticario don Agapito llamaba la «memoria
social de Parapanda». Porque la memoria histórica de la ciudad quedaba
reservada a los grandes acontecimientos que iban desde el ab urbe condita hasta el gran mitin de don Fernando de los Rios
pasando por la estancia de Federico Engels (a quien don Agapito llamaba El General) que vino al balneario a
tomar las aguas. O el cuadernillo de apuntes que Neper se dejó olvidado en la
posada explicando su construcción de los logaritmos que, por ello, fueron
bautizados por el boticario como «neperianos».
Esta
ruptura entre memoria social y memoria histórica fue discutida, siempre con
aspavientos irascibles, por la historiografía local: ¿qué era eso de quebrar la
relación entre lo social y lo gratuitamente histórico referido sólo a las
grandes efemérides?; ¿a santo de qué era más importante que Engels escribiera
su Anti Dühring en Parapanda que el recital de La Niña de los Peines cantando Che faró la mia Euridice y Renata Tebaldi que se lució con Los campanilleros por la madrugá?
Todavía, después de que Muerte se me llevara a cucurumbillo, viviendo en
la contigüidad del Cosmos, observo cómo, airados hasta la extenuación, siguen
discutiendo los seguidores del boticario y los secuaces de la escuela
revisionista de Parapanda.
Tomemos
como ejemplo de los vericuetos de la dialéctica social el asunto del ya aludido
John Neper, para unos un visitante ilustre de los fastos parapandeses y para
otros un alma de cántaro, o peor aún, un ‘saborío’, como lo calificó la Dulzaina , laborante
habitual del meublé de doña Rosita, después de un encuentro íntimo. El gran
Neper fue convocado a defender sus logaritmos en la tertulia de Avispón frente
a un contrincante temible, don Nicasio Salomó, catedrático de matemáticas del
instituto y pertinaz defensor de la superioridad del maestro Pitágoras de Samos
sobre toda la matemática pasada, presente y venidera. No se explicó bien Neper,
quizá porque se le había extraviado su cuaderno de notas en la posada (lenguas
de doble filo sostuvieron más tarde que no fue en la posada sino entre las
sábanas de la Dulzaina ),
o quizá por el tosco acento escocés cerrado con el que maltrataba la dulce
fabla parapandesa. Don Melquíades Avispón, ese oráculo de las huestes
conservadoras, concluyó displicente al finalizar la reñida controversia que los
tales logaritmos eran gabinas de cochero, y que ninguno de ellos podía
compararse con la renta anual que dejan unos bonos de la deuda pública al cinco
por ciento, con el aval del Estado por añadidura.
Y
sin embargo, la tenue chispa encendida por Neper fue a prender de forma
inesperada en tierras lejanas. Arcadi Bonamusa, viajante de comercio catalán
que se encontraba en el emporio Avispón aquella tarde con la intención de
vender unos paños mataronenses de los que era representante oficial, y que por
sobra de tiempo y no saber qué hacer de su persona se quedó a la plática, de
vuelta a su Maresme natal empezó a propagar entre amigos y conocidos los
prodigios que había escuchado. El siguiente Ú de Maig, en la bella localidad
costera de Pineda de Marx una larga comitiva de irreductibles obreros del Ram
de l’Aigua, de la fábrica Costa i Llobera, desfiló portando una gran pancarta
en la que podía leerse: «Volem Logaritmes Neperians Ara, I Sense Retallar.»
Arrastrada en volandas por los torbellinos de un azar caprichoso, la semilla
del matemático escocés había encontrado tierra propicia donde fructificar.
Arcadi
Bonamusa era pariente lejano de mis abuelos paternos, y durante sus estancias
parapandesas se alojó siempre en la casa familiar que aún sigue en pie, en el
paseo Montgolfier (hoy Avenida Willi Brandt) esquina a la Bibarrambla , que
tomaría años más tarde el bello nombre de Ronda de la Svolta de Salerno. Bonamusa
quedó muy admirado, en el curso de sus visitas, por la firme determinación de
mi abuela Catalina de resistirse a los intentos de la Parca de llevársela a
cucurumbillo.
–
¡Quita allá, indina! – la oyó dar voces un día de mucha calor, a la hora de la
siesta. Se asomó a la alcoba de mi abuela y la vio en camisón, esgrimiendo una
sombrilla de indiana con la que daba violentos zurriagazos al aire –. ¡Se
creerá esta tunanta que voy a dejarme engatusar!
Algunos
años más tarde, sin embargo, cuando ya Arcadi no ejercía de representante, y
formaba parte del jurado de la empresa téxtil Herederos de J. Costa i Prenafeta
(antes Llobera), mi abuela Catalina finalizó una pasada con hilo verde para un
mantel de complicado dibujo floral en el que llevaba empleados más de tres
meses de labor, dejó clavados con esmero los alfileres para que no se
deshiciera la vuelta recién concluida, se puso en pie con un suspiro, dijo a la
nada que la rodeaba:
–
Está bien, tú ganas, no me has convencido pero todo sea por no discutir.
Y
se dejó caer cuan larga era en el suelo de baldosines relucientes después del
encerado que les había dado la misma mañana Angustias, una moza de Iznájar que
otra cosa no tendría, decía siempre mi abuela Catalina, pero lo que es limpia,
era limpia como los chorros del oro.
Así
fue como Muerte se llevó también a mi abuela. A cucurumbillo, a pesar de las
resistencias.